miércoles, 8 de junio de 2011

DEBERES PARA CASA (Inocencio Salerno)

Y lo único que deseo en este momento es deciros “gilipollas “ a la cara a cada uno de vosotros, pero no tengo valor, y me quedo en mi mesa, en una esquina, pensando y llamándoos mentalmente a cada uno por vuestro nombre y diciendo: “Fernando Rodríguez Reta, eres un cabrón por robarme mis colores; Pedro González Castro, eres un hijo de puta por lanzar mi mochila por la venta; Eduardo Gordo Lechuga te odio por tener Papa Noel y Reyes Magos, las dos cosas, que yo sólo tengo una... y gracias”
Y me paso la clase entera haciendo cuentas, o análisis sintácticos, o dibujando, o aprendiéndome los ríos, metido entre todos estos cabrones. Y que difícil es estudiar y odiar a la vez. Y no sé por qué también a vosotros, porque a los que no me habéis hecho nada también os odio, y también quiero daros una paliza.

Algún día llegará el momento en el que me ría, y en el que podré mandaros a la mierda a todos con una voz fuerte y profunda, y me miraréis y me temeréis. Y, Pablo, podré partirte la cara, por fin, así que comienza a temblar, porque ya no me impresionará que te haya salido bigote y te hayas afeitado antes que nadie en el colegio, ni seré más benévolo por eso. Y también llegará el día en el que te parta la cara, Kiko, y ya no podrás volver a bajarme los pantalones delante de las niñas, porque seré más fuerte que tú, y tú serás una mierda y llorarás y me pedirás perdón. Dios, cuanto os odio, sólo por no ser yo, quizá sólo por eso, o porque necesito odiar a alguien y es más fácil odiaros a vosotros. Pero no, no es por eso, sinceramente creo que merecéis mi desprecio porque no sois nada.

En cambio a vosotras no. No os odio. Al contrario. Y me encantáis, con vuestras faldas de tela gris, y con esas camisetas blancas, jugando a la cuerda, o cuando corréis delante de mí en gimnasia con pantalón corto y piernas blancas. Adoro cuando os recogéis el pelo y veo vuestras axilas tan distintas ya de las mías, os amo cuando tengo suerte y casi puedo ver vuestro sujetador. Y por las mañanas, cuando me despierto, sé que el bulto en mis calzoncillos es porque soñaba contigo, Estefanía, y estoy deseando que llegue el recreo para tocarte el culo, o volvamos de gimnasia para tocarte las tetas, Eva. Y por eso a vosotras os quiero y seréis mis novias el resto de mi vida. Estefanía, Eva, pero también Carolina y Alicia y Susana, María, Noelia, Martina, Bárbara, Carmina, todas, todas seréis mis novias, y aunque no haya lágrimas derramadas por vosotras, derramaré cuanto haga falta para que sigáis a mi lado. 

Barcelona. 1988. Ed. Curriculae.

viernes, 3 de junio de 2011

LA CASA DE ENFRENTE (Juan Mecina)

Me desperté sobresaltada por un ruido que no supe reconocer. Me levanté de la cama, me asomé a la ventana y... nada. Era invierno y con el frío y el viento soplando todo parecía estar aun más solitario. Aún así, allí de pie mirando a través del cristal, no me sentía tranquila. Observaba todo con detenimiento, sin advertir movimiento alguno, y cuando estaba preparada para darme por vencida escuché de nuevo aquel sonido que me despertara.
Bajé en camisón y doble la esquina. Desde allí comprobé que la puerta trasera de la casa de la condesa, la destinada al servicio, no estaba cerrada y el viento la sacudía violentamente provocando el estruendo. Me acerqué con la intención de cerrarla, pero al llegar sentí algo que me empujaba a entrar. Crucé el umbral y sólo vi oscuridad. A pesar de todo notaba que no estaba sola. Sentía frío y no era por la delgada tela que vestía, era un frío distinto. Mis ojos se fueron acostumbrando a la obscuridad y a medida que la ceguera desaparecía crecía en similar proporción mi terror.
Entre las tinajas pude ver claramente a un niño. Parecía asustado. Di un paso para acercarme a él.
- No, no te acerques más.
- Me llamo Dolores– le dije – y vivo en la casa de enfrente.
- Ya lo se, te he visto muchas veces observando a mi casa.
- ¿Y por que nunca hemos jugado? - pregunté.
Su voz sonaba débil, como la de un enfermo, ingenua como la de un niño, pero se me clavaba por dentro, atravesándome de pies a cabeza, con un extraño tono de seguridad como el que tienen las personas mayores.
Yo no puedo jugar porque... – decía al tiempo que yo trataba de nuevo de acercarme a él – !ya basta!, he dicho que no te acerques.
Su voz sonaba ahora mucho más terrorífica y, como avergonzada por haberlo vuelto a intentar, bajé la mirada y mi sobresalto fue mayúsculo al advertir que con el pie pisaba una pequeña cruz de hierro.
- Es mía – dijo refieriéndose a ella - Bueno, más bien “casi fue” mía.
Ahora se había acercado un poco y pude ver que estaba pálido como la luna en una noche de verano, casi translúcido.
- Hace muchos – continuó - muchos años conocí a un hombre en el bosque. Solía jugar con él durante horas. Yo no tenía amigos, en el colegio se reían de mí, y se burlaban por ser hijo de los condes, de modo se podría decir que era mi único amigo. Un día, o más bien una noche, mi amigo me llevó hasta un rincón oscuro, donde el río se pierde por entre los árboles. Allí sacó un cuchillo y empezó a jugar y luego me asustó con él. Me hizo mucho daño. Cuando se fue me sentía muy sucio y me dolía por dentro. No podía dejar de llorar. Vine corriendo a casa, cogí un cuchillo de la cocina y me lo clavé en el pecho.
[...]
Cuando me iban a enterrar Don Cosme dijo que mi ataúd no podía llevar la cruz.

Bogotá. 1977. Ed. Cafetal.