domingo, 20 de noviembre de 2011

UNA "PREPOSICIÓN" INDECENTE (Francisco Manuel Cardeño)

EPISODIO III: "BAJO" LA LLUVIA           
           Allí estaba yo, con las manos en el volante, luchando conmigo mismo por no apartar la mirada de las líneas blancas de la carretera, lo que no era una empresa sencilla, pues a mi lado estabas tú. La falda, negra, dejaba ver la piel de tus largas piernas que se iluminaba como cien crisoles al contacto con las luces de los coches que nos cruzábamos. La camisa acariciaba tu desnudo pecho y habría deseado que jamás se hubieran inventado los botones.
Así fuertemente el volante con mi mano izquierda y con la otra acaricié todo aquello que sentía que me pertenecía. Sentí un escalofrío al entrar en contacto con tu cuerpo. Tú dormías y no sentiste cómo recorrí tu piel desde las rodillas hasta los muslos, lenta y suavemente, como se acarician las cosas frágiles.
Tome un desvió y nos adentramos en un estrecho camino al mismo tiempo que las gotas comenzaban a mojar el parabrisas. La senda se hizo bacheada y despertaste. Más tarde el camino se abrió y detuve el coche en un pequeño llano, abrigado por los árboles, empapado por la lluvia.
Estábamos parados, el motor encendido y las luces puestas cuando sin mediar palabra, abriste la puerta y bajaste. Aún estaban mis manos en el volante y pude ver como caminabas hasta ponerte frente al haz de luz. La lluvia comenzó a mojar tu pelo y con suaves movimientos acariciabas tu cuerpo para que el agua resbalara y te cubriera entera. Estabas de pie, con las piernas apuntando hacia el suelo, precedidas por unos largos tacones, seguidas de unas altas botas, culminando en un trasero que se mostraba majestuoso al contraluz. Los brazos se abrían como abrazando la noche. Tu cara al cielo y tus ojos cerrados recibían el baño purificador de la lluvia y pude advertir, tras la empapada camisa, tu pecho en su máximo esplendor. Era todo un espectáculo. Yo apenas podía moverme.
Te quitaste las botas y descalza comenzaste a bailar, bajo el agua, girando sobre ti y proyectando sombras en la negra noche.
No pude soportarlo más y me bajé. Te abracé por la espalda y sentí que jamás te soltaría. Tú no podías verme pero me sentías. Sentías mis brazos alrededor de tu cuerpo, sentías la lluvia contra nosotros, sentías mis labios recorriendo tu cuello y sentías mi aliento en tu oído pero... también podías sentirme más abajo, pegado a ti, muy pegado.
Te acariciaba, recorría tus muslos levantando tu ropa, me deleitaba en tus pechos que sentía deseosos de mí. Lamía tu cuello y nos besábamos a la vez que mis manos no dejaban de deleitarse en cada una de las formas de tu cuerpo, sin prisa, lentamente, al son del ritmo que la lluvia nos imponía.
Me gustaba sentir el cenit de tus pechos, duro como el diamante, rasgando mi piel. La palma de mi mano pasaba una y otra vez ante el acicate de tus senos, sintiéndolos pétreos. Seguí explorándote y también pude sentir tu vientre, húmedo y resbaladizo.
Continué y por supuesto me encantó palpar el vello de tu bello sexo, tratando de enredarse en mis dedos. Te apretaba contra mí, fuertemente, con mi mano entre tu piel y tu ropa, pero llegué a dudar si no eras tú la que apretaba contra mí su trasero deseando sentirme más y mejor.
Mi mano, enmarañada en tu sexo, extendió sus dedos y comenzó la caricia más profunda que jamás hubiera imaginado. Nuestras bocas bebían la una de la otra. Tus labios eran el más sabroso de los frutos y se entrelazaron en un infinito abrazo, congelando el tiempo, a la vez que acariciaba las sedas más suaves que las que nunca se encontraron en la India.
Mis dedos sabían acariciarte en un continuo ir y venir. Me deleitaba en tu humedad, lentamente pero con precisión y fuerza. A veces mis dedos jugaban a esconderse dentro de ti, otras te rozaban, y casi siempre te apretaban. Nunca hubiera salido de aquel juego resbaladizo en el que a medida que avanzaba sentía que seguías ganando, y eso me gustaba.
Te diste la vuelta y quedamos frente a frente. Nunca dejamos de besarnos y nunca dejamos de tocarnos y así seguía yo, en ese instante congelado del beso, explorando cada uno de tus rincones, unos más profundos y otros no tanto. La maravillosa circunferencia de tu trasero era una vorágine de placer que mi tacto jamás había sido capaz de imaginar y ahora se me presentaba como la más real de las experiencias. Me encantaba subir tu falda unas veces y otras deslizar mis manos bajo ella, desde arriba, apretando hasta casi arañarte.
Dejé de besarte, te separé con un movimiento de mis brazos y me quedé inmóvil mirándote, emborrachándome de ti. Tu cuerpo, empapado, con los pechos ofreciéndoseme, mirándome, apuntándome. El pelo mojado, tu mirada límpida. Miles de ríos que deseaba beber. Tus pies desnudos. Tus ojos me miraban preguntándome y sin esperar respuesta tu mano se adelantó y acarició la parte más palpable de mi excitación.
No decías nada, simplemente me mirabas y me tocabas, y pude advertir como mordías tu labio en un gesto de placer, cerrando tus ojos por un momento, a la vez que introducías la mano bajo el pantalón para cerciorarte de que todo aquello era real. Así lo sentiste. Era maravilloso sentir tu mano acariciándome bajo la ropa. Te acercaste a mi oído y sin dejar de tocarme me susurraste: “quiero tu polla”
Te llevé hasta el coche y sujetándote bajo los brazos te senté en el capó. Las piernas colgaban y tú, apoyada con tus manos hacia atrás me mirabas pidiéndome algo, a la vez que abrías las piernas.
Ignoré tu deseo y mi boca se dirigió a tus pechos. Rasgué la camisa, frontera de mis deseos, y te lamí. Lamí tus senos queriendo beberlos, mi lengua jugó con tus pezones duros, y mis labios los mordían y los estiraban y sentías que tu deseo se desbordaba y que me querías más abajo. Seguí el contorno de tus pechos reconociéndolos con mis besos hasta llegar a tu vientre y una vez allí casi podía oler tu deseo. Solté tu falda abotonada a uno de tus muslos y quedó como un mantel sobre el que te me ofrecías como un manjar. Agarré tus braguitas y tiré de ellas sin necesidad de que te movieras. Estaba ante mí, mirándome, abierto, mojado, deseoso, húmedo, ansioso, necesitado, expectante, hermoso, impaciente. Mi nariz aspiraba las sedas de tu sexo y mi lengua se disponía a acariciarlo como a la más frágil de las flores. Al primer contacto se contrajo como si tanta espera lo hubiera vuelto cobarde, pero después se entregó a mí rendido. Tu cabeza se inclinó hacia atrás y sé que tus ojos estaban cerrados. Mi lengua jugueteaba con ese punto que tanto me necesitaba, girando en torno a él, una y otra vez, unas veces lento otras muy aprisa. A veces hacía una batida comenzando en lo más hondo y subiendo fuertemente una y otra vez hasta llegar al cénit, a grandes recorridos, sin que ningún rincón escapara a mi lengua. Cuando sentí que deseabas más mi lengua, esta se retiró y los labios aprisionaron tu clítoris.
Y allí estaba yo, con mi cabeza sujeta por tus piernas, sin dejarme ir, y con mi boca bebiendo de ti.
Seguí aferrándome a ti, saboreando, queriendo extraer de tu clítoris el mayor placer. Tus brazos no aguantaron y se rindieron. Entonces tu cuerpo quedó tendido en el coche, liberándome de rus piernas, abriéndose más y más, ofreciendo tu manjar lo mejor posible. Sólo se oía tu respiración y la lluvia. No cesé en mi trabajo ni un momento, y advertí que tu piel estaba erizada, que tu cabeza en el capó no dejaba de moverse a un lado y a otro y que tus piernas estaban cada vez más abiertas hasta casi desgarrarse. Mis manos te sujetaban por los muslos y los acariciaban pero tú apenas lo sentías porque mi boca no te dejaba pensar en otra cosa. Sentías mis labios perfectamente, sentías mi saliva en tu sexo, sentías como a veces, tu clítoris se rozaba con mis dientes, hacia adelante y hacia atrás, y otras veces cómo era mi lengua la que lo acariciaba, sin que en ningún momento acabara aquel movimiento de vaivén provocado por mi succión.
Chupé y chupé cada vez a más velocidad y levantando la vista pude ver como tu vientre y tu pecho se convulsionaban de placer. Tu pecho se llenaba de aire y se desinflaba y tu vientre reaccionó a cada uno de sus movimientos, del mismo modo que el resto del cuerpo reaccionaba ante mis labios con espasmódicas sacudidas, en un infinito orgasmo, que nunca parecía acabar y que, finalmente fue suavizándose y espaciándose cada vez más en el tiempo, hasta quedar rendida y completamente relajada.
Te hice incorporar y resbalar hasta mis brazos, y mientras tu culo se deslizaba por el capó tus ojos se entreabrían, sin apenas fuerzas y mirándome en una especie de pregunta cuya respuesta ya sabías. Al llegar a mí, la punta de tus pies casi tocaban el suelo y notaste como iba introduciéndome dentro de ti. Cuando finalmente pudiste sentir completamente el suelo mojado en tus pies yo estaba ya todo lo profundo que podía estar y volví a ver como mordías tu labio inferior. Apoyaste tu redondo culo en el coche y me abrazaste nuevamente con las piernas. Comencé a entrar y salir muy despacio, pero cuando lo hacía, salía hasta quedarme completamente fuera y cuando entraba era hasta lo más profundo, de modo que mi lentitud se compensaba con mi intensidad y pude verlo reflejado en tus ojos que apenas si podían mantenerse abiertos para mirarme. Cada vez que iba, lento y pausado, podías notar cada uno de los relieves de mi miembro, sentías como cada relieve te acariciaba por dentro sin dejar nada intacto, cada movimiento de mi pelvis te desesperaba de placer. La danza era perfecta, todo mi cuerpo, con ritmo acompasado, se retorcía para culminar el movimiento dentro de ti. Tu cuerpo era un magnífico coro del mío con el que sus movimientos quedaban perfectamente integrados.
Te giraste y ahora estabas sujeta al borde del coche, de pie, mirando hacia atrás, esperando recibirme en cualquier momento, con tus piernas firmes y tu culo esperándome llegar.
La lluvia ahora caía violentamente, como presagio de lo que se avecinaba.
Y así llegué. Justo como más te gusta que te folle, justo como más me gusta follarte. Ahora no era suave como antes, ahora todo era como una estampida, y te penetraba con violencia, con rapidez y sin descanso. Te gustaba sentir mis manos agarradas a tus caderas, y cómo mi vientre golpeaba tu culo a cada movimiento. Tus pies se ponían de puntillas porque te me ofrecías aún más, para sentirme cada vez más y más adentro y yo te correspondía con embestidas más fuertes. Tu cabeza se giraba para verme aunque tus ojos estaban cerrados por el placer. Querías mirarme, porque querías ver como todo mi cuerpo serpenteaba y culminaba su movimiento en cada golpe que recibías por detrás, en un movimiento sin principio ni final, en un hachazo directo a tu interior. Sabías que en cualquier momento llegarías al orgasmo, y completamente entregada a mí sólo te quedaba esperar.
La espera no fue larga. Tus gemidos eran mayores y tus piernas comenzaban a flaquear cuando sentiste como mis movimientos se volvían extraños y espasmódicos, y de repente el calor de mi cuerpo brotaba hasta el tuyo y te bañaba, y te inundaba, y te quedaste sin fuerzas sintiendo como me derramaba dentro de ti, y las rodillas te temblaron, y los músculos se relajaron.
Y allí quedamos, tú tendida sobre el coche, y yo tendido sobre ti mientras la lluvia continuaba.


Málaga. 2006. Ed. Edeneste. Col. Solezar.

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