martes, 28 de febrero de 2012

HISTORIA DE UNA HOJA DE RECLAMACIONES. CAP. III. En la brecha. (Francisco Marsó)

EN LA BRECHA (3/5)

Eso de "cría fama y me llamaron mataperros" es cierto. Yo solo había puesto una reclamación en toda mi vida pero ya todo el mundo me consideraba la versión moderna de "Don Erre que Erre". Supongo que ese fama fue el acicate para despertar en mí el sentimiento de justicia universal que ha hecho que me cabree por las cosas más inútiles, inanes, vanas, fútiles y demás sinónimos cuanto más pedantes mejor.
Aunque nunca me prodigué en protestas en general, no sé lo que pensará mi familia en concreto, desde el momento en que firmé aquel pliego en la Cafetería Los Pipos el pedir o no la hoja era una espada de Damocles que pendía de la cabeza de cualquiera que tuviera algún tipo transacción comercial conmigo. Cuando caminaba por la calle podía observar a los dependientes bajar sus persianas o colgar el cartel de "vuelvo en cinco minutos" al tiempo que me espiaban tras los maniquíes para evitar un encuentro frontal conmigo.
La historia de la segunda reclamación que puse, carece de importancia, y no me enorgullezco de ella, pues fue una reclamación comunal a la que me uní cuando a unas pobres criaturas no las dejaron entrar en un pub de la plaza de toros. Yo sentí que debía secundar su causa y perdí media hora de mi vida rellenando un formulario que tenía la seguridad de que no serviría para nada (como si el resto sí hubieran servido para algo).
Pero la semilla de poner reclamaciones a los pubs quedó dentro de mí, muy profunda, y con el paso de los años germinó.

Germinó, como decía, hace dos años para ser más exactos. Fue un día de septiembre, en el que, según palabras de uno de mis acompañantes, iba "vestido como un pipa" (pipa: señor que acompaña al músico en los conciertos, le afina los instrumentos, le trae la guitarra, le ayuda con los cables, le trae agua, etc.). Aquellas bermudas, mis zapatillas del color de la Sábana Santa, y mi camiseta gastada a través de la cual se podía mirar, hicieron que sorprendente e inexplicablemente no me dejaran entrar en tan maravilloso y distinguido pub como es Ganivet 13 donde me consta sólo entrar gente de la más alta ralea y abolengo. 
                                                                                yo no fui,  lo prometo  
 Yo no entendía por qué, pero el armario ropero de zapatos relucientes de la puerta me lo explicó perfectamente, me denegaba el ingreso arguyendo que no se permitía la entrada al local con pantalones cortos. Aquello me dio mucha rabia. Si me hubiera dicho que no se podía entrar con pinta de guarro lo habría aceptado de buen grado, pero aquel razonamiento no me pareció lógico, de modo que me dirigí a él con la más exquisita de las educaciones y le pedí amablemente que me diera el libro de reclamaciones.
- No, no te lo saco
- ¿Por qué no? - inquirí presuroso.
- No te lo doy porque no eres cliente. Como no has entrado no eres cliente- dijo esbozando una sonrisa de ganador
Aquella explicación era completamente contingente y sin duda era una clara afrenta que me lanzaba a la cara con escarnio si el muy inútil hubiera sabido lo que significaba esa palabra. Sin el más mínimo gesto de nerviosismo, completamente circunspecto y sin mediar palabra me giré sobre mí mismo y saqué mi teléfono (en aquella época ya sí había móviles) y marqué el número que otrora me diera tanta satisfacción personal.
- Policía local, dígame- dijo una voz al otro lado del auricular.
- Hola buenas noches. Me llamo Sergio y estoy en la en la puerta de un pub llamado Ganivet 13 sito en la calle Ángel Ganivet número 13, como no podía ser de otro modo, donde se se me está denegando la entrada y a su vez el libro de reclamaciones y me... - unos dedos interrumpieron mi soliloquio, llamando mi atención sobre mi hombro.
- ¿Qué decías? - decía el dueño de la mano tras de mí - ¿la hoja de reclamaciones?
- Un momento - me dirigí a mi interlocutor telefónico - que parece que al final sí que me van a traer el libro.
Minutos más tarde, el jefe, encargado o lo que fuera, salió del local, portando en la mano un ajado libro de quejas. Rellené aquella reclamación gustoso con la mayor de las tranquilidades, en contraste con aquella primera que pusiera diez o doce años atrás. 

En esta ocasión me propuse llevar hasta el final todo aquel proceso debido a la maldita afrenta que había supuesto hacia mí y hacia, ahora no a mi derecho a cagar, sino a mi derecho a ir con pantalones cortos. Aquella noche tomé una decisión, no me dejaría llevar por los cantos de sirena que antiguamente me hicieran desistir de mi empeño, así que tras recibir la carta de la empresa en la que argumentaban que no me habían dejado entrar al disponer de derecho de admisión por el cual no se permitía el paso con pantalones cortos, indignado aún, o más bien, testarudado, y permítaseme el adjetivo inventado, continué con las diligencias pertinentes ante tan impertinente respuesta. Esta vez sí me personé personalmente en persona en la OMIC (Oficina Municipal de Información al Consumidor, que continua sita donde dije en el capítulo uno) donde di cuenta del agravio y quise llevar el proceso hasta sus últimas consecuencias. Tristemente allí solamente tomaron nota de mi disconformidad y me dijeron que investigarían si realmente el pub disponía de "derecho de admisión" y bajo qué condiciones. Ahora todo quedaba de su cuenta y ante mi interés me dijeron que ellos pasaban a ser los denunciantes por lo que ya no se me informaría del resto del proceso.

No sentí que mi honor quedara restituido. Dejarme a un margen en aquel litigio me dejaba huérfano de orgullo, así que inmediatamente después de abandonar la OMIC (Oficina Municipal de Información al Consumidor, que continua sita dónde dije unas líneas más arriba) subí dieciocho escalones en dos tramos de escaleras y me planté justo en la misma latitud y longitud donde me encontrara tres minutos atrás solo que en un nivel superior (por si no me he explicado bien, lo que he dicho es que subí al piso de arriba) dónde pedí información de los requisitos y obligaciones necesarios para abrir un pub en Granada. Quería armarme de montones de normas, leyes, decretos y cualquier cosa que sonara a legal, emitidos por ayuntamientos, gobiernos, diputaciones y cualquier cosa que sonara con potestad. Tenía la intención de volver al lugar del crimen, esta vez ataviado de mejor guisa sin duda, y anotar cuantas obligaciones y normativas conculcara para más tarde denunciar su incumplimiento. Debo decir que lo primero que pensé en auscultar, dada mi afición a cagar, fueron los servicios, pues, por lo que recordaba de otras veces, carecían de alguna de las que a mi parecer deberían ser características de obligado cumplimiento. Tristemente en aquel maldito sitio al que acudí a pedir información solamente pudieron darme un impreso para solicitar la tarjeta de minusválido para mi coche. Prometo que la próxima vez que vaya a pedir información de algún tipo iré al sitio correcto, y no al que me pille más cerca.

Y fue así cómo pasé de querer cagar en los bares a querer cagarme en los pubes, y fue de este nuevo e irracional odio que nació la siguiente de mis aventuras, o dicho de otro modo, un conato de reclamación.

Lisboa. 2012. Ed. Morgana. Col. Fata.

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